Cada 8 horas, una persona es violada en España.
Cada 4 horas en El Salvador.
Cada 20 minutos, en India.
13 minutos en Sudáfrica.
11 minutos en Brasil.
6 minutos en Estados Unidos.
Cada 4 en México.
El reloj nunca baja los brazos.
El tiempo no entrega indulgencias.
Pero estos datos no parecen importarle a Enrique, quien, apagando la televisión, deja el sofá y, enterrando el pie descalzo en la alfombra, se dirige a por su calzado.
Su habitación era oscura como una galaxia sin estrellas, las paredes estaban pintadas con crayones pasteles; Enrique deslizó sus manos por debajo de su cama y retiró uno de sus muchos pares de zapatos.
Estos ostentaban un color oxidado; las comisarías, la injusticia y el azar habían marcado su capellada, sus hebillas se descascaraban y habían perdido el brillo. A su corto periodo de vida, habían ya resistido la carga de una estampida de caballos, una carrera por lo más árido de los desiertos y habían tocado el fondo del mar. El tiempo amenazaba con desgarrar los últimos pedazos de piel que le quedaban.
Los zapatos mostraban muchos golpes alrededor de toda su superficie, raras veces dejaban entrar el calor del sol; habían permanecido mucho tiempo debajo de esa cama tan fría; tan fría como un océano o la indiferencia; entre esas paredes, pintadas de rosa y celeste.
Algunos los confundían con desperdicio, otros simplemente los veían y, soltando una gran carcajada, escupían dentro de ellos con gran asco.
Estos zapatos estaban condenados a soportar las pisadas diarias de tan pesados pies que estremecían su cuerpo, como el remordimiento de un pecado, el cual atrofia la habilidad de realizar las tareas más básicas, como cepillarse los dientes o ir al baño. O sonreír. O soñar. O confiar. O amar.
Durante todo este tiempo, pudo conocer zapatos con la misma historia marcada en sus zuelas: caminando por las calles, en un supermercado, un colegio, un cine, una guardería; balerinas, sandalias, oxfords, mocasines, doc martens; todos con hematomas y rasguños, las marcas del pecado grabada en el cuero, cargadas del mismo elefántico peso, besando el polvo del suelo.
Todos en distintas formas, distintos colores, de distintos países, con tacones, sin tacones.
En ese momento entendió que, en realidad, nunca importó forma, o color, o el país, o el tamaño de los tacones, o si llevaba la tela 3 centímetros sobre las rodillas, o mostraba piel que algunas personas consideran como una carta de invitación a liberar a una humanidad hambrienta de maldad que grita desde sus ventanas “es su culpa por vestirse así”, porque, “tal vez lo pidió”, “tal vez sí quería.”
Y mientras escribo esto, veo en la pantalla un océano de zapatos en una marcha de entusiasmo y sed por justicia, la flama de un ruego común por no ser asesinados; apago el televisor y arrojo mis zapatos hasta la puerta en una ráfaga de increíble comodidad; mis zapatos son nuevos y brillan y tienen un color trufado profundo. Mis manos adentran en los precipicios de mis almohadas. Mis almohadas son sedosas y aromáticas; y al fin encuentro el tiempo perfecto para una siesta.
¿Mencioné que mis zapatos son perfectamente cómodos?
¿Mencioné que los zapatos eran personas?
¿Mencioné que los zapatos eran personas violadas?
¿Mencioné que a veces no me importa el peso que cargan esos zapatos?
¿Mencioné que a veces no me importa el sufrimiento de las víctimas de violencia sexual?
Me gustaría ser un pincel, y dibujar los más preciosos veranos en las zuelas de cada zapato, que sosteniendo el peso de mil caballos, enfría sus plantillas debajo de una cama, en la calle, en un colegio, una comisaría, una guardería.